Reconozco que disto bastante de ser un lector ideal. A veces leo rápido ciertos párrafos, generalmente los densos, esperando que la tortura pase cuanto antes. A veces leo lentamente porque tengo la cabeza en otras cosas y se me mezclan las palabras escritas con las pensadas. A veces cojo el diccionario a la mínima si no sé el significado de una palabra, rompiendo el ritmo de la lectura, a veces no lo cojo aunque el autor, latino sin duda, esté acribillándome con términos y expresiones locales. A veces disfruto de un ensayo ladrillo sentado en el autobús, otras no puedo ni con el relato más facilón en el sofá de mi casa sin que nadie pueda molestarme, por desgracia.
En ocasiones la lectura de una novela me ha llevado meses. La he tomado con ansiedad, leído con más o menos avidez hasta que las circunstancias me han obligado a soltarla, me olvido, pierdo el rumbo y la engaño con otras lecturas seductoras hasta que mi complejo de culpa me obliga a retomar las cosas donde las dejé… en el mejor de los casos. Lógicamente, lo que me encuentro en esas páginas ya no es lo mismo: o yo he cambiado, o ha sido ella. Pero la tinta no engaña: se pega al papel y allí permanece hasta que el paso del tiempo, o un desafortunado incidente, la deterioran.
Reconozco que soy un pésimo lector. No obstante, a veces ser lector pésimo tiene sus ventajas, sus ocultos placeres que los grandes lectores, los que devoran historias, no imaginan. Me di cuenta de ello al leer La montaña mágica, de Thomas Mann. Comencé esperanzado su lectura hace dos navidades: el tocho estaba esperando en las estanterías del mueble del salón, pacientemente, a que algún valiente se atreviera con él. Su visión imperturbable, día tras día, provocó en mí unas ganas tremendas de abalanzarme sobre él, alimentadas por la contraportada, pero sus más de mil páginas me decían “espera el momento adecuado”.
Como decía, creí que ese momento había llegado en las navidades de 2006. Y comencé su lectura, me familiaricé con la ingenuidad de Hans Castorp (horrendo apellido, por cierto), con la alegre pedantería de su amigo Settembrini, y con la tipa rusa con la que ya sabía desde un principio que iba a haber tema. Me encantaban las descripciones de los lugares más comunes, como la primera vez que Hans entra en su habitación. Pero había algo que no me terminaba de enganchar, su lectura se hacía densa por momentos y tenía la terrible sensación de que, efectivamente, ahí no pasaba nada. Y eso que me encantan –que alguien me pegue un tiro– las historias en las que no pasa nada.
Una serie de circunstancias me llevó a que me olvidara de que estaba leyendo el libro. En realidad, me olvidé de todo. Dos o tres meses después, cuando ya empecé a recordar
cosas, retomé el hábito lector. Había cambiado, simplemente: eran los mismos personajes, las tramas continuaban impecables, los tochos teóricos difícilmente comprensibles estaban ahí… Pero todo estaba envuelto en un halo épico. Los personajes corrían por mis venas, incluso los tochos incomprensibles tenían sentido… en la historia.
Y he ahí el quid de la cuestión. El tiempo pasado había dado la medida a la historia. Una novela cuya acción transcurre en siete años, cuya escritura llevo unos cuantos más –con una guerra de por medio- no puede leerse en siete horas, o en siete días. Falta algo, algo que quizá pueda encontrarse en una segunda lectura, cuando los actos pasados de los personajes se hayan emborronado en la memoria, aunque algunos sigan vívidos en la mente del lector, cuando hayan adquirido el aura mítica, cuando los hechos se hayan desligado de la tiranía igualitaria del presente y ajusten sus proporciones en la memoria.
Los dos, la novela y yo, éramos más ricos, estábamos más preparados, nos habíamos convertido en viejos conocidos, nuestra relación no era fácil, ninguno pensó que lo fuera. Pero ahí estaba.
Y la terminé, no sé cuánto tiempo más tardé en acabarla, si tendría que medirlo en semanas o meses. Pero ya formaba parte de mí, los dos tenías algo en común: el paso del tiempo.
Por azares indeterminados, o por masoquismo puro y duro, comencé al poco una nueva novela, Conversación en La Catedral. Otro tocho épico más grande que la vida, cuya lectura empecé un día de primavera en el salón de mi casa y acabé una calurosa noche de agosto en una cochambrosa habitación de Brooklyn.
Pero eso es ya otra historia.
Firmado por Merridew