Es crítico musical en ‘The New Yorker’ desde 1996. Es autor de varios libros sobre música contemporánea y su libro The rest is noise (El resto es ruido), es uno de los mas vendidos sobre el tema. cuenta en su haber con varios premios periodísticos.
Vino a presentar su nuevo libro publicado por Seix Barral Ruido Eterno
En esta entrevista podéis conocerle un poco mejor.
Vino a presentar su nuevo libro publicado por Seix Barral Ruido Eterno
En esta entrevista podéis conocerle un poco mejor.
El pasado lunes asistí a la conferencia de Alex Ross que la Biblioteca Nacional había anunciado el día anterior. Quizá por esta razón la sala no estaba demasiado concurrida. Una veintena de solitarios ocupaban las primeras filas, en asientos salteados, y dejaban pasar el tiempo estudiando a las musarañas con atención de zoólogo. Dieciocho minutos se dejó esperar el señor Ross, que entró acompañado de un breve séquito de anfitriones. No se da importancia. Parece un muchacho bastante joven, con un cierto aire de americano del medio-oeste que no llega a ocultar su verdadero carácter de intelectual neoyorquino. Muy agradable, en cualquier caso, y muy humilde.
Abrió el acto una señora de la Biblioteca Nacional, quizá vinculada con la sección de Música (la desconocida, por muchos, Sala Barbieri), y cedió la palabra a la agregada cultural de la embajada norteamericana, quien presentó al conferenciante. Previamente le habían invitado a sentarse a una larga mesa que preside el estrado. A su izquierda, la bandera española y la norteamericana. A su derecha, un atril desde el cual hablaron las dos presentadoras. Puede que esto despistara al señor Ross, quien se levantó un poco azorado y se dirigió al atril, un tanto incómodo para su altura. No sé si lo prefería, o si nadie le advirtió que podía dar su charla cómodamente sentado.
En cualquier caso comenzó a hablar si hacer ver ninguna incomodidad. Entonces saltó la primera alarma: los auriculares inalámbricos que nos habían repartido a la entrada –previa entrega del DNI-, no funcionaban. El público se pone los auriculares, se los quita, los examina, se los vuelve a poner, intercambia miradas mutuas llenas de extrañeza, de enfado, de ironía y de resignación, sucesivamente. Terminamos escuchando al señor Ross confiados en nuestros conocimientos de inglés, justitos en algún caso.
Alex Ross agradece a la Biblioteca, a la Embajada, a Seix Barral y a los asistentes la ocasión de presentar su libro (se sorprende de su éxito en España, dice, y elogia al traductor, sin hacer referencia al hecho de que el título traducido expresa casi lo opuesto al título original: un shakespiriano “The rest is noise”). Pasa a leer un fragmento del mismo, a una velocidad endiablada que pone a prueba el inglés de los presentes. A estas alturas comienza a cundir el pánico en las butacas. Dos o tres asistentes se levantan y hacen crujir el chirriante suelo rumbo de la entrada, donde montan guardia unos empleados de la casa. Ross lanza ocasionales miradas en las que se intuye un cierto espanto. Por suerte un empleado acude en auxilio de los presentes obrando milagros en los respectivos auriculares, que a un sólo toque de su mano comienzan a funcionar.
Claro que la traducción es un poco lenta, se demora un tanto en algunas expresiones mientras deja pasar en un largo “eeeeh” palabras y palabras, y uno llega a temer que se está perdiendo algo jugoso. No era una mala traducción, en absoluto, pero a esas alturas ya estaba confiado en mi oxidado inglés, y el señor Ross había dejado de leer como una ametralladora para disertar con un lenguaje más accesible. Allá vamos, pues.
Ross está comentando que la música clásica puede ser un nuevo underground. Explica el párrafo que acaba de leer y hace un resumen de su libro. Habla de la estructura, de la distribución de materias en los distintos capítulos, etc. A continuación aborda el tema de su educación musical: comenzó escuchando música clásica desde niño, y sólo en la adolescencia llegó a Bob Dylan, los Beatles, los Rolling y esos otros músicos con los que sus compañeros habían crecido. Muchos de éstos, dice, recorrieron más tarde el camino inverso desde el rock a la música electrónica, y de ésta a la clásica. Continua hablando sobre el significado de la música, esboza una crítica a la crítica musical y poco más. Sólo han transcurrido unos veinticinco minutos desde el comienzo.
El segundo momento de pánico llega cuando propone al público que formule preguntas, y obtiene por respuesta un profundo silencio. Por suerte, y en la mejor tradición de la caballería americana, la agregada cultural sale en su auxilio planteando una pregunta salvadora sobre la influencia en la música contemporánea de las tradiciones no europeas (Ross está interesado por la música tradicional de China e India). Dos personas del público se animan e interrogan al autor sobre el futuro de la composición y de lo que continuamente llaman “música clásica”, supongo que para evitar expresiones como “música culta” o “música contemporánea”. Ross no se atreve a profetizar y apunta que Internet será determinante.
Nadie se anima a hacer más preguntas. Una lástima, porque quedan algunos temas en el tintero. Eché de menos que profundizara algo más en los temas que trata en su libro, especialmente en los cambios que sufrió la música a comienzos del XX. Claro que lo mejor para abordar estos temas es leer el libro, que no sólo los trata de una forma magistral, sino que está escrito con un estilo brillantísimo. Supongo que eso es lo importante.
Terminada la conferencia (para alivio de Ross) me levanto y miro hacia la entrada. Han entrado algunas personas más. Una de ellas es una niña que, sentada como un yogui, toma apuntes atentamente. Y sin auriculares. Qué envidia.
Abrió el acto una señora de la Biblioteca Nacional, quizá vinculada con la sección de Música (la desconocida, por muchos, Sala Barbieri), y cedió la palabra a la agregada cultural de la embajada norteamericana, quien presentó al conferenciante. Previamente le habían invitado a sentarse a una larga mesa que preside el estrado. A su izquierda, la bandera española y la norteamericana. A su derecha, un atril desde el cual hablaron las dos presentadoras. Puede que esto despistara al señor Ross, quien se levantó un poco azorado y se dirigió al atril, un tanto incómodo para su altura. No sé si lo prefería, o si nadie le advirtió que podía dar su charla cómodamente sentado.
En cualquier caso comenzó a hablar si hacer ver ninguna incomodidad. Entonces saltó la primera alarma: los auriculares inalámbricos que nos habían repartido a la entrada –previa entrega del DNI-, no funcionaban. El público se pone los auriculares, se los quita, los examina, se los vuelve a poner, intercambia miradas mutuas llenas de extrañeza, de enfado, de ironía y de resignación, sucesivamente. Terminamos escuchando al señor Ross confiados en nuestros conocimientos de inglés, justitos en algún caso.
Alex Ross agradece a la Biblioteca, a la Embajada, a Seix Barral y a los asistentes la ocasión de presentar su libro (se sorprende de su éxito en España, dice, y elogia al traductor, sin hacer referencia al hecho de que el título traducido expresa casi lo opuesto al título original: un shakespiriano “The rest is noise”). Pasa a leer un fragmento del mismo, a una velocidad endiablada que pone a prueba el inglés de los presentes. A estas alturas comienza a cundir el pánico en las butacas. Dos o tres asistentes se levantan y hacen crujir el chirriante suelo rumbo de la entrada, donde montan guardia unos empleados de la casa. Ross lanza ocasionales miradas en las que se intuye un cierto espanto. Por suerte un empleado acude en auxilio de los presentes obrando milagros en los respectivos auriculares, que a un sólo toque de su mano comienzan a funcionar.
Claro que la traducción es un poco lenta, se demora un tanto en algunas expresiones mientras deja pasar en un largo “eeeeh” palabras y palabras, y uno llega a temer que se está perdiendo algo jugoso. No era una mala traducción, en absoluto, pero a esas alturas ya estaba confiado en mi oxidado inglés, y el señor Ross había dejado de leer como una ametralladora para disertar con un lenguaje más accesible. Allá vamos, pues.
Ross está comentando que la música clásica puede ser un nuevo underground. Explica el párrafo que acaba de leer y hace un resumen de su libro. Habla de la estructura, de la distribución de materias en los distintos capítulos, etc. A continuación aborda el tema de su educación musical: comenzó escuchando música clásica desde niño, y sólo en la adolescencia llegó a Bob Dylan, los Beatles, los Rolling y esos otros músicos con los que sus compañeros habían crecido. Muchos de éstos, dice, recorrieron más tarde el camino inverso desde el rock a la música electrónica, y de ésta a la clásica. Continua hablando sobre el significado de la música, esboza una crítica a la crítica musical y poco más. Sólo han transcurrido unos veinticinco minutos desde el comienzo.
El segundo momento de pánico llega cuando propone al público que formule preguntas, y obtiene por respuesta un profundo silencio. Por suerte, y en la mejor tradición de la caballería americana, la agregada cultural sale en su auxilio planteando una pregunta salvadora sobre la influencia en la música contemporánea de las tradiciones no europeas (Ross está interesado por la música tradicional de China e India). Dos personas del público se animan e interrogan al autor sobre el futuro de la composición y de lo que continuamente llaman “música clásica”, supongo que para evitar expresiones como “música culta” o “música contemporánea”. Ross no se atreve a profetizar y apunta que Internet será determinante.
Nadie se anima a hacer más preguntas. Una lástima, porque quedan algunos temas en el tintero. Eché de menos que profundizara algo más en los temas que trata en su libro, especialmente en los cambios que sufrió la música a comienzos del XX. Claro que lo mejor para abordar estos temas es leer el libro, que no sólo los trata de una forma magistral, sino que está escrito con un estilo brillantísimo. Supongo que eso es lo importante.
Terminada la conferencia (para alivio de Ross) me levanto y miro hacia la entrada. Han entrado algunas personas más. Una de ellas es una niña que, sentada como un yogui, toma apuntes atentamente. Y sin auriculares. Qué envidia.
Entrada por Tasso
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